LA NIÑA DE LAS TRENZAS DESPEINADAS
Mira a su lado y allí está, esa niña despeinada. Con las trenzas que nunca supo hacerse bien.
Es la niña que lloraba y gritaba cuando solamente salían rayos de luz de su sonrisa. Sus rabietas se escuchaban a carcajadas en el eco de su imaginación. Sus ojos veían vívidos colores en el manido atardecer de la ciudad y su voz cantaba grácilmente al ritmo de las cabizbajas almas de su alrededor. Sus pies pizpiretos saltaban de baldosa en baldosa sin querer darse cuenta que todo lo que pisaba eran líneas y cemento.
Es difícil reconocer la luz cuando las farolas están encendidas, pero esa niña tenía cierto resplandor familiar que le hizo fruncir el ceño mientras los pensamientos, antes adormecidos y ralentizados, empezaban a brotar por su mente con asombro. - ¿Y si fuera esa niña? ¿La niña que había olvidado que estaba buscando?
La niña se alejaba con andares saltarines pero, como si lo hubiera dicho en voz alta, se paró en seco y se giró. Se miraron a la cara y, con sorpresa, no vio risa en sus ojos. Su alma estaba enlanguideciendo y nadie se había dado cuenta o, si lo habían hecho, a nadie parecía importarle. - Más tarde se percataría que ella era la única que podía ver a través de su aparente felicidad.
Con ritmo taciturno la niña se acercó. Se pasó el puño de la manga por la nariz, intentando ocultar la tristeza de su rostro, mientras levantaba la cabeza y buscaba su mirada con pudor. Sin mediar palabra, se dio la vuelta y, como guiados por un nocturlabio, le quitó las gomas del pelo y empezó a hacerle las trenzas, sin prisa. Mientras, los transeúntes se chocaban con ellas, pero no les importaba. Ni siquiera las veían.
Cuando terminó, la niña se volvió a girar y, levantando la mano, se puso ligeramente de puntillas y le acarició la mejilla. De repente, tan natural como el agua que brota de los veneros, se le abrieron los ojos. Sintió el candor de su mano en una piel en la que las sensaciones hacía tiempo se habían extinguido. El tenue brillo se sentía débil, pero estable.
Y así, sin necesidad de decir nada más, se cogieron de la mano para nunca soltarse, y se marcharon, dejando detrás de si un rastro de color que nunca había existido.
Porque no es lo mismo oír, que escuchar.
Baja la marea al compás de su guardia. El niño sonríe pero no quiere hacerlo. Está más seguro acurrucado entre el silencio y el miedo. Esa tarde de gaviotas y nubes de alivio, de soledad y levante en calma, le regala lo que tanto necesitaba. Escucharse. El faro esta cerca, casi puede tocarlo, pero quedará en la distancia una vez más. Recostado en la misma arena que baña las orillas del Nilo, sueña una vez más que descubrirá la Atlántida. Aunque la Atlántida nunca le importó. Solo quería descubrirla para ella.
ResponderEliminarDe repente, el mar lo despertó al besar sus tobillos, y recordó que la vida, vida es y los sueños, sueños son... y trafalgar es quien hoy existe. Esa esquina del mar donde bailan los atunes en el paraíso.
Un texto inspirado y bello. La infancia, en algunos niños, es un universo, en realidad, desconocido.
ResponderEliminarUn abrazo